Al final de la página están los orígenes de estas imágenes-artículos, entre otras referencias.
Texto 1.
¿Por qué es tan cara la energía renovable?
Estamos ahora inmersos en pleno debate sobre la conveniencia de la energía nuclear, los detractores arguyen el peligro potencial que representa, los que están a favor dicen que es una energía limpia y barata. Y yo me pregunto porque es tan barata, o más bien, porqué son tan caras las renovables.
En los costes de producción de energía influyen varios factores; pero me centraré en los más significativos: la infraestructura de transformación y la materia prima. Dejaré a un lado costes de mantenimiento que asumo que todas las infraestructuras los tienen en mayor o menor medida, pero su coste no es demasiado relevante.
§ La energía nuclear es barata por dos motivos fundamentales, el alto rendimiento de la materia prima (Uranio enriquecido, Plutonio…) y porque el coste de construcción de las centrales (la más nueva lleva 22 años en funcionamiento) está ya más que amortizado.
§ La energía térmica obtenida del carbón es menos barata porque el rendimiento del combustible es inferior, pero, como ocurre con las centrales nucleares, el coste de construcción de las centrales está también más que amortizado. (Ese coste de funcionamiento es mayor al utilizar carbón nacional, que aún tiene menor rendimiento, lo que hace que se importe tanto carbón habiéndolo aquí)
§ La energía hidroeléctrica, no tiene coste de materia prima, y de nuevo el coste de las centrales hidroeléctricas está más que amortizado.
§ La energía procedente de gas natural, es la más utilizada en España, se utiliza tanto como combustible en centrales térmicas, o se suministra directamente a los clientes finales, para agua caliente, calefacción y otros usos. La ventaja de esta fuente energética es evidente para las empresas comercializadoras, ya que se limitan al suministro del combustible y además cobran por el mantenimiento de las instalaciones particulares.
§ Las renovables tienen como materia prima recursos gratuitos, pero las instalaciones para aprovecharlos (aerogeneradores, paneles solares) tienen un coste de fabricación elevado, que está (o ha estado) subvencionado sólo en parte. El rendimiento de las instalaciones de este tipo es aún relativamente bajo, y si a eso sumamos que las compañías eléctricas están obligadas a comprar la producción a un precio superior al de mercado (aunque no siempre lo hagan) para acelerar artificialmente el periodo de amortización de las instalaciones, ahí tenemos porque es tan cara la energía procedente de las renovables.
Por lo tanto, ¿Se podía hacer que las renovables fuesen competitivas?
No, mientras tengan que competir con instalaciones ya amortizadas, por muy barata que sea la materia prima, a las compañías explotadoras de energía les seguirá siendo más rentable prolongar la vida de las instalaciones existentes, por poco eficientes que sean, antes que una instalación nueva.
La prueba de ello es sencilla, si la energía nuclear resulta tan barata, ¿Porqué no hay ninguna central de cuarta generación en España? ¿Porqué no se ha hecho ninguna central nueva en los últimos 22 años? La respuesta es sólo una y tiene muy poco que ver con lo seguras o no que puedan ser. Porque las centrales nucleares son muy caras, como lo son las grandes presas hidroeléctricas.
Ahora sólo se construyen microcentrales hidroeléctricas, centros de aprovechamiento de biomasa o RSU (cuando no se llevan a quemar a las viejas centrales térmicas a pesar de su bajo rendimiento como combustibles)
La estrategia de las eléctricas es sencilla de comprender: Es como si un taxista tiene un viejo coche que consume 15l cada 100km, ¿para qué se va a comprar uno más moderno, que consuma la tercera parte, si con sólo llorar un poco el gobierno le permite subir la tarifa?. Aguantará con el coche hasta que reviente, ya que para entonces los coches serán aún más eficientes e incluso más baratos.
Texto 2.
Domingo 13 Marzo 2011 | Javier Moltó
Cuando tenía catorce años llevaba en la carpeta que utilizaba para ir a clase un adhesivo en el que ponía: ¿Nuclear? No gracias. Era un adhesivo amarillo, circular, con un sol dibujado en el centro. En la parte superior del círculo llevaba la pregunta. En la zona inferior, la respuesta.
Yo era un joven que opinaba. Hablaba de residuos radiactivos, de fisión nuclear, de rayos gama. Empollaba las cuestiones técnicas y opinaba que la energía nuclear era insegura y perniciosa e inconveniente para el ser humano.
Quienes querían convencerme de lo contrario (mi padre, básicamente) me decía que no. Que las centrales nucleares eran seguras y que había diferentes sistemas de almacenaje de los residuos radioactivos que minimizaban los efectos secundarios.
Hoy, varias décadas después, mi conocimiento técnico del asunto está completamente olvidado. Los argumentos a favor y en contra de las centrales han cambiado poco. Las centrales son más seguras dicen los técnicos, pero los problemas con los residuos siguen arrastrándose.
Mi enfoque, la forma de plantear el problema, ha cambiado. Analizo el asunto bajo la misma perspectiva que los muertos por tráfico. Es muy malo que haya muertos por accidentes de tráfico. La alternativa sería peor.
Para los hombres, para su libertad y bienestar, sería mucho peor que no hubiera muertos por accidentes de tráfico o que no hubiera accidentes de aviones.
La electricidad producida por las centrales nucleares se consigue a un precio económico razonable y gracias a esa forma de producir electricidad la energía llega a muchos hogares a un precio asumible. Si no hubiera energía nuclear, en muchos países las personas con menos capacidad adquisitiva vivirían peor, porque la energía sería más costosa.
El terremoto de Japón y el tsunami posterior han originado accidentes serios. Después de los accidentes, se elevan voces en contra de la tecnología nuclear.
Varias décadas después de mi reivindicación de adolescente, las centrales nucleares siguen sin gustarme. Me gustaría que consiguiéramos toda la energía que necesitamos de fuentes nada peligrosas y nada contaminantes.
Pero varias décadas después también sé que el bienestar que proporciona la electricidad conseguida mediante centrales nucleares puede compensar los riesgos actuales y futuros, si bien es cierto que me parece una ecuación muy difícil de resolver. Yo no tengo una opinión clara, porque no tengo conocimiento suficiente. Lo único que me gustaría es que la sociedad no votara o decidiera sobre este asunto con la imagen de los accidentes en la cabeza y no con la imagen del bienestar asociado a esos riesgos.
Una energía a precio asequible beneficia fundamentalmente a las personas más necesitadas económicamente durante cada uno de los días de su vida. Corremos el riesgo de perjudicar a parte de la población, a cambio de un menor riesgo de accidentes, de una mayor tranquilidad de conciencia general. La ganancia, incluso la de quienes posteriormente salgan perjudicados por un accidente, puede compensar los perjuicios.
Las nuevas formas de energía pueden resultar contaminantes y provocar accidentes, pero, a la vez, en los cientos de miles de años de historia del ser humano, nunca había conseguido el grado de bienestar del que hemos disfrutado desde que conocemos las modernas fuentes de energía que contaminan. Aunque contaminen y causen muertos, el petróleo y la energía nuclear han traído bienestar, libertad y riqueza en niveles desconocidos para el ser humano. Cualquier ciudadano de occidente vive ahora con más riqueza de la que tuvo nunca Carlos V.
Los accidentes de Chernóbil, las radiaciones de los residuos, el accidente ocurrido en Japón. Todos tienen consecuencias negativas para la salud de una cantidad enorme de personas. La cuestión que debemos plantearnos es si la ausencia de centrales no hubiera devenido en menor bienestar para todos, en menor salud y en menor esperanza de vida media. También la medicina ha avanzado y avanza mucho gracias a la riqueza de la humanidad.
Las centrales nucleares tienen ventajas e inconvenientes. Las catástrofes, como la ocurrida en Japón, son muy llamativas y despiertan un sentimiento prohibicionista instintivo. Sin embargo, no debemos olvidar, por ejemplo, que gracias a la riqueza del país, que también es consecuencia de la utilización de energía eléctrica nuclear, Japón tiene dinero desde hace muchas décadas para construir edificios que resisten bien lo movimientos telúricos. En otros países, sin energía nuclear, un terremoto y un tsumani como el japonés podría haber causado más de 100.000 muertos.
El denominado progreso tiene inconvenientes claros y ventajas difusas. Los inconvenientes son muy llamativos y nos hacen pensar inmediatamente en medidas para evitarlos. Decidir en función de los accidentes y las excepciones no es un método acertado para tomar decisiones beneficiosas para el conjunto.
Texto 3.
"No quiero que mi móvil sirva para pagar una guerra"
"No podía usar el móvil para enviarle un mensaje de amor a mi mujer o hablar con mi hija sabiendo que había gente muriendo en una guerra por culpa de ese teléfono". Este es uno de los motivos por los que Frank Piasecki, director de documentales danés, realizó su último trabajo,Blood in your mobile. Un largometraje de casi dos horas donde hurga en la herida abierta de la República Democrática del Congo, país enfrascado en una guerra civil del que salen toneladas de coltán y otros minerales usados en productos de electrónica. Piasecki tuvo la duda, preguntó a su compañía de dónde salía el coltán de su móvil, y ante la falta de respuesta se marchó al país africano a ver de primera mano si las empresas cerraban los ojos y financiaban de rebote la guerra comprando minerales de sangre, al estilo de los diamantes de sangre de Sierra Leona.
El director danés de documentales siguió el rastro del coltán hasta Congo
Piasecki se alegra de escuchar que puede aprovechar la conversación para almorzar. Mira todo lo que hay en la barra de la cafetería de la escuela de negocios que le ha invitado a hablar sobre su último trabajo. Está plagado de universitarios, pero se hace un hueco y elige sin dudar: un bocadillo de jamón serrano y una napolitana de chocolate. Tiene la agenda de sus dos días en Barcelona apretada, entre entrevistas y pases comentados de su documental. Antes de llegar a la mesa, ya le ha dado el primer bocado a la chapata. "Me encanta el jamón y el queso manchego", comenta mezclando inglés y español. Tiene cara de cansado y dice que es porque la noche anterior se proyectó en un cine su documental, y después se quedó para mantener un debate con los espectadores. La cosa se alargó. La sala estaba entregada y más de cien personas se quedaron sin poder acceder al pase gratuito. "Aun así, no es fácil vivir de documentales. Cuando acabo uno, trabajo un tiempo para televisiones y ahorro algo. Y menos mal que mi mujer me mantiene", dice entre risas.
Después de ver Blood in your mobile, cuesta verle juguetear con su teléfono móvil. Durante la mitad de la película parece que está al borde de la tragedia, pululando en la capital entre políticos corruptos, trabajo infantil e historias de violaciones y asesinatos. En las minas, a las que la ONU se niega a llevarle porque están tomadas por guerrilleros, acaba metiéndose en el agujero, una especie de madriguera infernal que al final, en su documental, llega a las oficinas de Nokia, su compañía de teléfono.
¿Por qué persigue a Nokia? "No solo ellos usan minerales de sangre. Están en casi toda la electrónica. Pero Nokia vende uno de cada tres móviles del mundo. Tiene mucho poder. Y debe usarlo. Mi responsabilidad y la de usted, como consumidores de teléfonos, es ir y preguntar si están financiando una guerra al comprar coltán sin evitar que venga de una mina controlada por la guerrilla, que, con su dinero, compra armas", explica. "Tengo móvil, porque no creo que se trate de volver a la edad de piedra. Necesito el teléfono para trabajar, para hablar con mi hija", razona. "Pero tengo el mismo que cuando empecé la película. Quiero poder comprar uno cuyos componentes no provoquen muerte". ¿Es eso posible? "Sí. Hay coltán en otros países. Por ejemplo, en Australia. Pero es caro. Las empresas dicen que buscan otras soluciones, pero hace 10 años que conocen el problema. Y seguimos igual".
Texto 4.
Es una de las historias más conocidas de nuestro tiempo: el día 26 de abril de 1986, el reactor nº 4 de la central nuclear de Chernóbyl estalló durante el transcurso de una prueba de seguridad mal ejecutada, a consecuencia de 24 horas de manipulaciones insensatas y más de doscientas violaciones del Reglamento de Seguridad Nuclear de la Unión Soviética. Estas acciones condujeron al envenenamiento por xenón del núcleo, llevándolo a un embalamiento neutrónico seguido por una excursión de energía que culminó en dos grandes explosiones a las 01:24 de la madrugada.
Sobre Chernóbyl se han contado muchas mentiras. Y las han contado todos, desde las autoridades soviéticas de su tiempo hasta la industria nuclear occidental, pasando por los propagandistas de todos los signos y la colección de conspiranoicos habituales. Hay una de ellas que me molesta de modo particular, y es esa de que los liquidadores –el casi millón de personas que acudieron a encargarse del problema– eran una horda de pobres ignorantes llevados allí sin saber la clase de monstruo que tenían delante. Y me molesta porque constituye un desprecio a su heroísmo.
Y porque es radicalmente falso. Una turba ignorante no sirve para nada en un accidente tecnológico tan complejo. Los equipos de liquidadores estaban compuestos, sobre todo, por bomberos, científicos y especialistas de la industria nuclear; tropas terrestres y aéreas preparadas para la guerra atómica; e ingenieros de minas, geólogos y mineros del uranio, debido a su amplia experiencia en la manipulación de estas sustancias. Es necio suponer que esta clase de personas ignoraban los peligros de un reactor nuclear destripado cuyos contenidos ves brillar ante tus ojos en un enorme agujero.
Los liquidadores acudieron, sabían lo que tenían ante sí, y a pesar de ello realizaron su trabajo con enorme valor y responsabilidad. Cientos, miles de ellos, de manera heroica hasta el escalofrío. Los bomberos que se turnaban entre vómitos y diarreas radiológicas para subir al mítico tejado de Chernóbyl, donde había más de 40.000 roentgens/hora, para apagar desde allí los incendios (la radiación ambiental normal son unos 20 microrroentgens/hora). Los pilotos que detenían sus helicópteros justo encima del reactor abierto y refulgente para vaciar sobre él los buckets de arena y arcilla con plomo y boro. Los técnicos y soldados que corrían a toda velocidad por las galerías devastadas cantándose a gritos las lecturas de los contadores Geiger y los cronómetros para romper paredes, restablecer conexiones y bloquear canalizaciones en turnos de cuarenta o sesenta segundos alrededor de la sala de turbinas (20.000 roentgens/hora). Los mineros e ingenieros que trabajaban en túneles subterráneos, inundándose constantemente con agua de siniestro brillo azul, para instalar las tuberías de un cambiador de calor que le robase algo de temperatura al núcleo fundido y radiante a escasos metros de distancia. Los miles de trabajadores y arquitectos que levantaban el sarcófago a su alrededor, retiraban del entorno los escombros furiosamente radioactivos y evacuaban a la población. Salvo a los soldados, sometidos a disciplina militar, a nadie se le prohibía coger el petate e irse si no quería seguir allí; casi nadie lo hizo. Es más: muchos de ellos llegaron como voluntarios desde toda la URSS, especialmente muchos estudiantes y posgraduados de las facultades de física e ingeniería nuclear. Esta fue la clase de hombres y no pocas mujeres que algunos creen o quieren creer una turba ignorante y patética. Esto fueron los liquidadores.
Les llamaban, y se llamaban a sí mismos, los bio-robots, que seguían funcionando cuando el acero cedía y las máquinas fallaban. No lo hicieron por el dinero, ni por la fama, de lo que tuvieron bien poco. Lo hicieron por responsabilidad, por humanidad y porque alguien tenía que hacer el maldito trabajo. Hoy quiero hablar de tres de ellos, que hicieron algo aún más extraordinario en un lugar donde el heroísmo era cosa corriente. Por eso, sólo se me ocurre denominarlos los tres superhéroes de Chernóbyl.
El monstruo del agua que brilla en azul.
Lo único que hay de cierto en estas suposiciones sobre la ignorancia de los liquidadores es que, en las primeras horas, no sabían que había estallado el reactor. Pero no lo sabían porque nadie lo sabía. La misma lógica errónea de los responsables de la instalación que provocó el accidente les hizo creer que había estallado el intercambiador de calor, no el reactor; y así lo informaron tanto al personal que acudía como a sus superiores. Hay una historia un tanto chusca sobre cómo los aviones que llevaban al lugar a destacados miembros de la Academia de Ciencias de la URSS se dieron la vuelta en el aire por órdenes del KGB cuando éste descubrió, a través de su equipo de protección de la central, que había explotado el reactor (además de sus atribuciones de espionaje por el que es tan conocido, el KGB "uniformado" desempeñaba en la Unión Soviética un papel muy parecido al de nuestra Guardia Civil, exceptuando tráfico pero incluyendo la seguridad de las instalaciones radiológicas).
Debido a este motivo, en un primer momento se echaron sobre el agujero millones de litros de agua y nitrógeno líquido, con el propósito de mantener frío y proteger así el reactor que creían a salvo y sellado más allá de las llamas y el denso humo negro. Esto contribuyó a empeorar las consecuencias del siniestro, pues el agua se vaporizaba instantáneamente al tocar el núcleo fundido a más de 2.000 ºC; y salía disparada hacia la estratosfera en forma de grandes nubes de vapor que el viento arrastraría en todas direcciones.
De todos modos, tenía poco arreglo: era preciso apagar los enormes incendios. Cuando el fuego quedó extinguido por fin, no sólo había pasado la contaminación al aire, sino que ahora tenían una gran cantidad de agua acumulada en las piscinas de seguridad bajo el reactor. Estas piscinas de seguridad, conocidas comopiscinas de burbujas, se hallaban en dos niveles inferiores y tenían por función contener agua por si fuese preciso enfriar de emergencia el reactor. También servían para condensar vapor y reducir la presión en caso de que se rompiera alguna tubería del circuito primario (de ahí su nombre), junto a un tercer nivel que actuaba de conducción, inmediatamente debajo del reactor. Así, en caso de ruptura de alguna canalización, el vapor se vería obligado a circular por este nivel de conducción y escapar a través de una capa de agua, lo que reduciría su peligrosidad.
Ahora, después de la aniquilación, estas piscinas inferiores estaban llenas a rebosar con agua procedente de las tuberías reventadas del circuito primario y de la utilizada por los bomberos para apagar el incendio y en el vano intento de mantener frío el reactor. Y sobre ellas se encontraba el reactor abierto, fundiéndose lentamente en forma de lava de corio a 1.660 ºC. En cualquier momento podían empezar a caer grandes goterones de esta lava poderosamente radioactiva, o incluso el conjunto completo, provocando así una o varias explosiones de vapor que proyectasen a la atmósfera cientos de toneladas de este corio. Eso habría multiplicado a gran escala la contaminación provocada por el accidente, destruyendo el lugar y afectando gravemente a toda Europa. Además, la mezcla de agua y corio radioactivos escaparían y se infiltrarían al subsuelo, contaminando las aguas subterráneas y poniendo en grave peligro el suministro a la cercana ciudad de Kiev, con dos millones y medio de habitantes, en una especie de síndrome de China.
Se tomó, pues, la decisión de vaciar estas piscinas de manera controlada. En condiciones normales, esto habría sido una tarea fácil: bastaba con abrir sus esclusas mediante una sencilla orden al ordenador SKALA que gestionaba la central, y el agua fluiría con seguridad a un reservorio exterior. Pero con los sistemas de control electrónico destruidos, esto no resultaba posible. De hecho, la única manera de hacerlo ahora era actuando manualmente las válvulas. El problema es que las válvulas estaban bajo el agua, dentro de la piscina, cerca del fondo lleno de escombros altamente radioactivos que la hacían brillar tenuemente en color azul por radiación de Cherenkov. Justo debajo del reactor que se fundía, emitiendo un siniestro brillo rojizo.
Así pues, como las máquinas ya no podían, era trabajo para los bio-robots.Alguien tendría que caminar, un paso detrás del otro, hacia el reactor reventado y ardiente a lo largo de un grisáceo campo de destrucción donde la radioactividad era tan intensa que provocaba un sabor metálico en la boca, confusión en la cabeza y como agujas en la piel. Viendo cómo tus manos se broncean por segundos, como después de semanas bajo el sol. Y luego sumergirse en el agua oleaginosa y de brillo tenuemente azul, con el inestable monstruo radioactivo encima de las cabezas, para abrir las válvulas a mano: una operación difícil y peligrosa incluso en circunstancias normales.
Ese era un viaje sólo de ida.
Al parecer, la decisión sobre quién lo haría se tomó de manera muy simple; con aquella vieja frase que, a lo largo de la historia de la humanidad, siempre bastó a los héroes:
–Yo iré.
Los tres hombres que fueron.
Los dos primeros en ofrecerse voluntarios fueron Alexei Ananenko y Valeriy Bezpalov. Alexei Ananenko era un prestigioso tecnólogo de la industria nuclear soviética, que había participado extensivamente en el desarrollo y construcción del complejo electronuclear de Chernóbyl: cooperó en el diseño de las esclusas y sabía dónde estaban ubicadas exactamente las válvulas. Casado, tenía un hijo. Valeriy Bezpalov era uno de los ingenieros que trabajaban en la central, ocupando un puesto de responsabilidad en el departamento de explotación. Estaba también casado, con una niña y dos niños de corta edad.
Los dos eran ingenieros nucleares. Los dos comprendían más allá de toda duda que se disponían a caminar de cara hacia la muerte.
Mientras se ponían sus trajes de submarinismo sentados en un banco, observaron que necesitarían un ayudante para sujetarles la lámpara subacuática desde el borde de la piscina mientras ellos trabajaban en las profundidades. Y miraron a los ojos a los hombres que tenían alrededor. Entonces uno de ellos, un joven trabajador de la central sin familia llamado Boris Baranov, se alzó de hombros y dijo aquella otra frase que casi siempre ha seguido a la anterior:
–Yo iré con vosotros.
Era media mañana cuando los héroes Alexei Ananenko, Valeriy Bezpalov y Boris Baranov se tomaron un chupito de vodka para darse valor, agarraron las cajas de herramientas y echaron a andar hacia la lava radioactiva en que se había convertido el reactor número 4 del complejo electronuclear de Chernóbyl. Así, sin más.
Ante los ojos encogidos de quienes quedaron atrás, los tres camaradas caminaron los mil doscientos metros que había hasta el nivel –0,5, dicen que conversando apaciblemente entre sí. Qué tal, cuánto tiempo sin verte, qué tal tus hijos, a ti no te conocía, chaval, yo es que no soy de por aquí. O parece que hoy vamos a trabajar un poco juntos, igual podemos acceder mejor por ahí, yo voy a la válvula de la derecha y tú a la de la izquierda, tú ilumínanos desde allá, parece que va a llover, ¿no?, E incluso está bien buena la secretaria del ingeniero Kornilov, ¿eh?, ya lo creo, menudo meneo le arrearía, pues me parece que este año el Dinamo de Moscú no gana la liga. Esas cosas de las que hablan los bio-robots mientras ven cómo su piel se oscurece lentamente, se les va un poquito la cabeza debido a la ionización de las neuronas y la boca les sabe a uranio cada vez más, conteniendo la náusea, sacudiéndose incómodamente porque es como si un millón de duendes maléficos te estuvieran clavando agujas en la piel. Cinco mil roentgens/hora, llaman a eso.
Y bajo aquel cielo gris y los restos fulgurantes de un reactor nuclear, los héroes Alexei Ananenko y Valeriy Bezpalov se sumergieron en la piscina de burbujas del nivel –0,5, con una radioactividad tan sólida que se podía sentir, mientras su camarada Boris Baranov les sujetaba la lámpara subacuática. Ésta estaba dañada y falló poco después. Desde el exterior, ya nadie les oía ni les veía.
Pero, de pronto, las esclusas comenzaron a abrirse, y un millón de metros cúbicos de agua radioactiva escaparon en dirección al reservorio seguro preparado a tal efecto. Lo habían logrado. Alguien murmuró que los héroes Ananenko, Bezpalov y Baranov acababan de salvar a Europa. Resulta difícil determinar hasta qué punto tenía razón.
Hay versiones contradictorias sobre lo que sucedió después. La más tradicional dice que jamás regresaron, y siguen sepultados allí. La más probable asegura que llegaron a salir de la piscina y celebrar su victoria riendo y abrazándose a los mismísimos pies del monstruo, en el borde de la piscina; e incluso lograron regresar sus cuerpos, aunque no sus vidas. Murieron poco después, de síndrome radioactivo extremo, en hospitales de Kiev y Moscú. Aún otra más, que se me antoja casi imposible, sugiere que Ananenko y Bezpalov perecieron, pero el joven trabajador Baranov pudo sobrevivir y anda o anduvo un tiempo por ahí.
Esta es la historia de Alexei Ananenko, Valeriy Bezpalov y Boris Baranov, los tres superhéroes de Chernóbyl, de quienes se dice que salvaron a Europa o al menos a algún que otro millón de personas en miles de kilómetros a la redonda un frío día de abril. Fueron a la muerte conscientemente, deliberadamente, por responsabilidad y humanidad y sentido del honor, para que los demás pudiésemos vivir. Cuando alguien piense que este género humano nuestro no tiene salvación, siempre puede recordar a hombres como estos y otros cientos o miles por el estilo que también estuvieron por allí. No circulan fotos de ellos, ni han hecho superproducciones de Hollywood, y hasta sus nombres son difíciles de encontrar. Pero hoy, veinticuatro años después, yo brindo en su recuerdo, me cuadro ante su memoria y les doy mil veces las gracias. Por ir.
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